19 mayo 2010

Una mañana en el cementerio y la vida




Muchos sábados visito el cementerio de mi pueblo, Alginet, con mi madre. Primero vamos a ver a mi padre, recientemente fallecido, después a mi abuela Angelita, a mis abuelos Voro y María y a mi tía María, la hermana de mi madre. Según esté el ánimo seguimos visitando a algún miembro más de la familia o conocido, mi madrina, el tío Salvador, el tío Alfredo... y durante el trayecto me fijo en infinidad de fotos. Algunas de las personas que representan las conocía y hace años que no las he visto: me entero en ese momento que han dejado esta vida y cuando ocurrió. El tiempo parece detenerse y, en medio de esa atmósfera de calma, se respira paz y cierta sensación de círculo cerrado y orden. Finalmente, todo parece estar en calma y en su sitio. A veces, dolorosamente en su sitio. Hay niños, jóvenes, matrimonios cuyas muertes se han sucedido en pocos meses o en muchos años, familias enteras... Hay tumbas cuajadas de flores y otras, las menos, sin ninguna flor. Una madre besa la foto de su hija fallecida, con apenas cuarenta años, y la hermana la sigue y se despide de ella con lágrimas en los ojos. Mujeres, normalmente mayores, barriendo junto a la tumba del ser querido, arreglando las flores, limpiando los mármoles y llorando, o hablando en calmadas y rutinarias conversaciones.

Después del recorrido volvemos con mi padre, el principio y el fin de la visita, nuestro pequeño homenaje. Mi madre llora y me arrastra a la salida, se apoya en mi hombro y procuro reconfortarla. Toda una vida juntos, desde los 13 y los 15 años, mucho trabajo y sufrimiento, una vida dura, la guerra y la posguerra, la esperanza de una vida juntos, la crianza de los hijos, la alegría de los nietos, la vejez y la muerte... y la vida. La vida sigue.

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