04 noviembre 2007


Triste paralelismo, felizmente superado.

Mi abuelo Pepe murió en una prisión de Franco, condenado a muerte por "adhesión a la rebelión". Estuvo esperando la muerte, al pelotón de ejecución, durante varios meses. Cualquier día podía ser el último: a la condena a la pena capital le añadíeron la peor de las torturas, la peor de las incertidumbres. Cuando él murió mi padre tenía 9 años.

Han pasado 67 años y aquello parecía lejos, muy lejos. Pero yo lo volví a revivir la semana pasada. Esta vez el condenado era mi padre, aquel niño de 9 años, y la cárcel era la Unidad de Vigilancia Intensiva del Hospital de la Ribera (Alzira). Los 4 primeros días lo estuve visitando tres veces al día, con la total seguridad de que visitaba a un condenado a muerte. La gravedad de la operación y el desarrollo de los acontecimientos no presagiaban un mejor desenlace.

Cualquier día podía ser el último, cualquier momento podía sonar el teléfono dándome la peor de las noticias. Y lo peor no era eso, lo peor era que tenía que animarle e ilusionarle con que pronto pasaría a la habitación, la habitación 517 que le habían asignado, cuando yo sabía que no volvería a salir con vida de la "cárcel" en la que estaba.

Al quinto día, pudo ser la muerte pero fue la vida. Llegó el" indulto", funcionaron los riñones, remitió la infección y comenzó a recuperarse... Y al décimo día volvió a nosotros, lo llevaron a la habitación y acabó la pesadilla. Afortunadamente para él, y para mi, no se repitió la historia.