04 septiembre 2009

Padres e hijos



Una noche, cuando yo tendría unos cinco años y me iba a acostar, le pregunté a mi padre sobre el extraño y rítmico ruido que escuchaba al pegar mis orejas a la almohada. Mi padre, que era ferroviario y un pelín socarron, no dudó en responderme que eso era el traqueteo del tren.No sé por qué recuerdo con tanta nitidez aquella conversación, supongo que debió extrañarme pero lo creí, y no dudé de sus palabras porque era mi padre y en esa tierna infancia los padres son nuestros dioses particulares, hermosos y omnipotentes.

Conforme nos hacemos mayores los hacemos caer de ese Olimpo, pero con el tiempo vuelve aquel niño, que nunca dejamos de ser, y los añoramos.Ya no son los más hermosos ni los más poderosos, pero buscamos en nuestro corazón y volvemos a encontrarlos junto al niño que fuimos.

Hace casi ocho meses que ha fallecido, el traqueteo de su tren se detuvo un domingo soleado de enero, en una triste cama de un gris hospital. Y cada vez que voy al cementerio a visitarlo no lo encuentro allí. Lo encuentro en los recuerdos de aquel niño, en el espejo que cada día devuelve mi imagen y la suya.