16 septiembre 2010


Padres e hijos


Cada vez que mi padre volvía al cementerio de Paterna, a visitar la tumba del abuelo, se ponía a llorar como un niño. El abuelo fue uno de los miles de republicanos fusilados y enterrados en las fosas comunes de Paterna. Dejó viuda y dos hijos, mi padre con nueve años y mi tío con cinco. Con el tiempo entendí que el que lloraba en cada ocasión, por muchos años que hubieran pasado, era, realmente, aquel niño que se quedó huérfano de padre con apenas nueve años.

Poco después de nacer mi hija mayor murió el hermano de mi suegra. En el entierro me impresionaron los gritos desgarradores de su hija, una mujer de más de cincuenta años, llamando por última vez a su padre. Esos terribles lamentos salían del cuerpo de una mujer mayor pero brotaban, de muy adentro, de la niña que lloraba la perdida de su padre. Los lazos entre padres e hijos son muy especiales. En lo racional van modificándose y, con el tiempo, parecen cambiarse los papeles, pero en lo más profundo permanecen igual que cuando se establecieron.

Con el primer hijo, se llega a entender mucho mejor el valor de una vida. Parece que, en cierta forma, te haces mayor. Pero con la muerte del padre o de la madre te das cuenta de que el niño que creías haber dejado atrás seguirá siempre contigo. Con esa muerte el niño vuelve a llorar y a añorar al progenitor perdido. Lo reconoces ocupando un particular rincón del corazón que creías perdido para siempre.

Padres e hijos, a pesar de nuestra especial relación, nunca llegamos a entender de verdad ni la vida ni la muerte, sólo nos acostumbramos a ellas. Como una y otra es posible que nosotros también seamos las dos caras de la misma moneda. El eterno círculo, el ser o no ser, la eterna pregunta.

15 septiembre 2010


Marujita, un carrusel entrañable.



En plena Avenida de Torrent, algo más arriba de la estación de metro Avenida, pervive la mágica ilusión de un carrusel de antaño: el carrusel Marujita. Permanece anclado en un tiempo que parece ya casi perdido, un tiempo más tranquilo y pausado, más humano. Allí he llevado muchos domingos a mis hijas. Primero tenía que subir con ellas porque eran pequeñas, después subían solas y, finalmente, de mayores ya no podían subir porque los caballitos y los coches se les quedaban pequeños. Han ido creciendo. Todo ha ido cambiando, con la velocidad propia de esta sociedad nueva, y el carrusel, sin parar de dar vueltas, ha ido quedándose atrás.

Ayer por la tarde pasé por delante y lo volví a ver, como tantas veces. Pero en esta ocasión parecía quererme decir algo. Me miró y su añada y entrañable mirada me llegó al alma. Un padre esperaba sentado que se pusiera en marcha el carrusel. La dueña estaba, como siempre, en la taquilla donde vende los viajes, junto a su remolque-hogar decorado con macetas de flores que le dan cierto toque sedentario, de final de camino, a lo que ha debido ser una vida itinerante.

Niños riendo, globos de colores, música y luces. Vueltas y más vueltas. El pequeño carrusel resiste heroicamente a las embestidas de “modernidad” que acabarán desplazándolo y colocando en su lugar algún edificio de oficinas al que, sin duda, llamarán Edificio Carrusel.