21 febrero 2008


Dos sencillas claves

El otro día leí un cuento de mi hija de 11 años: Palabras de Caramelo, de Gonzalo Moure . Una historia sobre un niño saharaui y su camello. Este escritor cuenta que ama a ese pueblo, pero sobre todo a sus niños. Y da dos razones: son alegres, aunque no tienen nada, y sienten un profundo respeto por el mundo de sus mayores. En nuestra sociedad enferma, los niños no son alegres aunque lo tienen todo y tampoco pueden sentir respeto por el mundo de sus mayores, porque nosotros no podemos trasmitirles el respeto por una sociedad que no nos gusta.

17 febrero 2008


Tempus fugit Tempus fugit

Esa sencilla frase encierra la esencia de este mundo: el tiempo pasa, huye, nada queda, todo cambia. El cambio anida en lo más íntimo del alma de este universo. El río fluye y nunca vuelve a ser el mismo para el filósofo griego. El “tao”, principal protagonista para la doctrina taoísta, es, fundamentalmente, el propio cambio; el ser último, sin nombre, que explica todo lo demás; el aliento que empuja los contrarios… Y así, nos sorprendemos hablando de algo etéreo, intangible, filosofía o pensamiento puro. Pero lo extraño es que a todo esto, también se llega haciendo física: física, la ciencia más pura y exacta. Porque la física moderna nos enseña que el reposo no existe; que cualquier mole de miles de kilos, aparentemente quieta, está formada por miles de millones de átomos y partículas subatómicas moviéndose en una carrera frenética, que parece huir de la “quietud”, sin ningún fin aparente. Los átomos nunca están quietos, se encuentran siempre vibrando, incluso en el cero absoluto, a 273º C bajo cero.

Es, por tanto, muy posible que el cambio continuo que observamos en nuestro mundo, sea consecuencia del movimiento sin fin de la materia. Algo la obliga a moverse y a vibrar sin descanso, y ese trajín aflora, antes o después, en nuestra dimensión cotidiana. Es inútil intentar abrazarse – para tener o retener – a un tiempo o a un lugar; a unas personas o a unas cosas, que van a pasar indefectiblemente. Podemos y debemos querer, amar pero nuestra querencia, si es sabia como la propia vida, estará impregnada del profundo perfume de la fugacidad, que lo acompaña todo y le da su verdadera dimensión.