18 enero 2010

Colacao


Después de cenar, me estoy tomando un colacao calentito. Su sabor característico me transporta a otra época, ya lejana. Apenas tengo seis o siete años y estoy merendando en la cocina de la casa de mis padres. Oigo la canción característica que lo anunciaba en la radio, y me caliento en la estufa de hierro de la que sale un gran tubo que se mete en la chimenea. Aquella chimenea pudo truncar el futuro de toda mi familia, estuvo a punto de costarnos la vida a mí y a mi hermanito.



Por aquella época mi padre decidió tirar abajo la chimenea porque quitaba mucho espacio a la cocina. Después, posiblemente, pensaba en rehabilitarla y modernizarla en parte. Una tarde, mi padre se puso manos a la obra y empezó a picarla, situado a uno de sus lados. Mi hermanito y yo estábamos jugando con nuestras cosas y, en un momento determinado, nos dijo que saliéramos fuera de la cocina a comernos el bocadillo, para merendar, que nos había puesto mi madre. Apenas habían pasado unos segundos, la inmensa chimenea, hecha con aquellos antiguos ladrillos macizos de color amarillento, se desplomó llenando de cascotes toda la pequeña cocina. Aún recuerdo a mi padre paralizado, junto a la pared, con la "picoleta" en la mano. Él no era nada religioso, pero no pudo por menos que exclamar que hay Dios, y nos acababa de salvar la vida.

Cuando vino mi madre se lo contamos y nos pusimos todos a llorar. Esa noche hicimos una cena especial. Era verano y recuerdo que cenamos "a la fresca", en el pequeño patio interior de la casa, dando gracias a un Dios al que no solíamos invocar demasiado en mi casa. Después de más de cuarenta años, el sabor de este cacao, asociado a mis vivencias en la vieja cocina de la casa de mis padres, todavía es capaz de hacerme evocar aquellos remotos acontecimientos. .

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