El afilador
Todo cambia vertiginosamente; nos levantamos hoy y apenas conocemos el mundo que amanece con nosotros; cada día advertimos más cambios y parece que esa sea la esencia misma de nuestras vidas. Pero en medio de este frenesí siempre advertimos el detalle, la pequeña cosa que nos hace mirar al pasado con una sonrisa: hoy he vuelto a oír un sonido de mi niñez. En mitad del desayuno he escuchado una música, un silbido entrañable: era el afilador. Recuerdo de una época que prácticamente ya nos ha dejado, una época en que las cosas viejas no se tiraban, se reparaban, se afilaban, se aprovechaban al límite. Debían durar, no se compraba tanto ni de tantas maneras y lo que teníamos casi envejecía con nosotros. El consumismo no había llegado, el ritmo de vida era más pausado y humano.
El afilador me devolvió a aquella época. Aún los recuerdo cuando recorrían los pueblos con aquellas bicicletas negras, y hacían sonar su sencillo instrumento con la peculiar musiquilla para que las mujeres advirtieran su presencia. Estaba inmerso en mis recuerdos cuando me asomé a la ventana para ver a mi viejo amigo: su vehículo ya no era la bicicleta negra, sino un coche, y la música no salía de un instrumento, sino de un sistema de megafonía que se encargaba de lanzar al viento una grabación, previamente enlatada.
14 enero 2004
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