11 enero 2006

Soy un ferviente admirador del escritor valenciano Manuel Vicent. En su columna del último domingo nos deleitaba con su buen hacer. Es capaz de traducir en palabras la propia vida. Nos habla del impetu del gallo que le despierta y llegamos a oirlo:

En La Habana me despertaba el gallo del vecino a las seis en punto de la mañana. Antes de que clarearan las cortinas y se oyera ningún grito en el solar el gallo cantaba con tanta energía que parecía que la historia de la humanidad iba a comenzar de nuevo en ese momento y esto sucedió desde mi llegada a Cuba durante una semana entera hasta que en la madrugada del nuevo año el gallo dejó de cantar. Al día siguiente, viendo que su silencio era muy consagrado, pregunté qué le pudo haber pasado al animal. Su cresta estará, tal vez, flotando en el mar, me dijeron, en cuya orilla habrá sido sacrificado a Changó, la divinidad que gobierna el vigor de los sentidos. Su sangre se la habrán dado a beber al santo, reservando la pechuga y los muslos para sus devotos. Nada ha cambiado. Antes de morir, con el tarro de la cicuta en la mano, también Sócrates recordó a su discípulo Critón que le debía un gallo a Esculapio, el dios de la salud. Este misterio socrático lo recordaba yo mientras sonaba el tambor de fundamento en la Casona de Cuca, en los altos del barrio de Víbora, durante la ceremonia en que una fracción contestataria de babalaos, sacerdotes de Ifá, lanzaba los augurios del año.

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